Leo siempre con afán a Hannah Arendt, ahora me entretengo con 'Tiempos presentes' (Gedisa), libro que recoge textos suyos para la prensa entre 1943 y 1975 (año en que falleció; por cierto, dos semanas después que Franco). Su ensayo: 'Visita a Alemania 1950' contiene reflexiones sobre los efectos del régimen nazi en la psicología de los alemanes. Hannah Arendt señalaba que era en Alemania donde menos se hablaba de la destrucción y del terror que el fin de la guerra había doblegado.
Se preguntaba si ello se debía a una resistencia a afligirse o bien era expresión de insensibilidad. En cualquier caso, detectaba una huida de las responsabilidades y una obstinada negativa a soportar la realidad de lo ocurrido. Una frase de Arendt, demoledora al respecto, es la siguiente: "El alemán corriente no busca las causas de la última guerra en los actos del régimen nazi, sino en los acontecimientos que provocaron la expulsión de Adán y Eva del Paraíso".
Instalados en la logomaquia, la afición a discutir sobre términos y eludir el asunto de fondo, la pensadora alemana denunciaba el aspecto más terrible de esta huida de la realidad: la actitud, en todos los ámbitos, de "tratar los hechos como si fueran meras opiniones". El pretexto de que todo el mundo tiene derecho a tener su propia opinión no nos es extraño hoy.
Los nazis, dice en el ensayo citado, dejaron esta marca sobre la conciencia de los alemanes, entrenados para percibir la realidad como "un conglomerado de acontecimientos y consignas continuamente cambiantes, de manera que un día podía ser verdadero lo que al día siguiente ya sería falso". ¿Vemos hoy algo parecido a nuestro alrededor? Los tópicos con que los entendimientos están pertrechados para anidar lo que convenga en cada momento.
¿Cómo zafarse de esta opresión de estupideces y maldades generalizadas? A mí no se me ocurre otra cosa que alentar sin tregua el sentido crítico y el uso de la razón, lo cual exige un plus de valor. El hábito del pensamiento coherente y su movilización.
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