El pasado 18 de julio se cumplió un siglo del nacimiento de Nelson Mandela; en diciembre hará cinco años de su muerte. Con 44 años entró en la cárcel y no saldría hasta veintisiete años después; una condiciones durísimas: trabajos forzados, cada seis meses la visita de un solo familiar, los hijos solo podían ir a verlo a partir de los 16 años de edad, durante los diez primeros años sólo podía tener duchas de agua fría, durmiendo en el suelo y a menudo vestido a causa del frío. No se le concedió permiso para asistir al sepelio de su madre en 1968, ni al de su hijo mayor en 1969.
Acaba de publicarse Cartas desde la prisión (Malpaso), un libro voluminoso que recoge su correspondencia durante aquellos años. Más allá de las inevitables cosas prosaicas expresadas, hay en ella líneas que merecen ser divulgadas y absorbidas. Mandela, que llegó a definirse como un rústico, se caracterizó por su autenticidad en la lucha por la dignidad humana. Una voluntad férrea de no dejarse abrumar por la desgracia y de mantener la esperanza, siendo siempre agradable y educado: “podemos ser francos y honestos sin resultar temerarios y ofensivos, educados sin ser serviles, podemos atacar el racismo y sus males sin albergar en nosotros mismos sed de hostilidad hacia otros grupos raciales”. Aborrecía el supremacismo blanco, pero su nacionalismo africano no era racista ni arrojaba odio: pretendía que, sin excepción, todos los ciudadanos tuvieran derecho real a “vivir una vida plena y en libertad sobre la base de la igualdad absoluta”.
Con coherencia, sencillez e ideas nobles (palabra en desuso), buscaba ganarse el respeto de amigos y adversarios. Con habilidad y prudencia, escribió en 1979 al Ministro de prisiones que le gustaría que él examinara cómo eran tratadas, en su último tránsito, “las cartas que le escribo a mi mujer. Me informa que muchas de ellas le llegan mutiladas y en condiciones ilegibles (…) le transmito este problema con el convencimiento de que no está usted al corriente de esta práctica y con la esperanza de que le dará usted su atención inmediata”.
En 1970 escribió que sólo la carne y los huesos de su cuerpo estaban encerradas entre aquellas estrechas paredes: “mi actitud sigue siendo cosmopolita y en mis pensamientos soy tan libre como un halcón”. ¡Salve, amigo Mandela!
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